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Entre El Duelo y La Gratitud

Tenía 23 años y vivía en Nueva York.

La vida era una combinación de clases, pasantías y el disfrute total del tesoro que es esta ciudad.

Un año antes, había encontrado un programa de maestría de 12 meses, que me daba la oportunidad de comenzar en Roma y terminar en Nueva York.

Cuando apliqué a la maestría tenía un “buen” trabajo en una “buena” empresa y aunque mi alma se quería ir, las opiniones solicitadas (y no solicitadas) me sembraban la duda. 

Finalmente, escogí seguir el consejo que me dio mi papá: “Viaja, estudia y luego viaja un poco más; tienes el resto de tu vida para trabajar”. 

Casi dos décadas después, desearía poder agradecerle la sabiduría que empacó en este consejo TAN cierto.

Había llegado de Roma unos meses antes y la vida en Nueva York era todo lo que nunca supe que quería y que necesitaba. Esta era mi ciudad. 

Y fue en mi ciudad donde recibí la llamada. Esa que nunca estás preparada para recibir; la que viene a marcar el antes y el después. A validar tu pensamiento más catastrófico.

EL ANTES 

Era sobre las 5:00 p.m. de un domingo de verano gringo cuando me llamó mi tía Ana, una de las cuatro hermanas de mi mamá.

Tía Ana vivía en Estados Unidos, y ya me había llamado un par de horas antes para preguntarme qué aeropuerto me quedaba más cerca.

Según ella, tal vez tendría que venir a Nueva York para una conferencia de última hora, y quería saber si nos podríamos ver.

No había conferencia de última hora. 

Lo que había era angustia. Angustia por decir las palabras que salieron de su boca, en una voz entrecortada: "Ay, Jizi... Ojalá estuviera allí para decírtelo en persona".

Aunque no dudo que haya sido difícil decirlas, te aseguro que fue más difícil escucharlas.

"Tu papá..." dijo ella.

EL DESPUÉS

Mis piernas se volvieron gelatina y me desplomé de rodillas al piso.

Fue como si el correcaminos me confundió con el coyote y mientras me veía desde un barranco, me dejó caer el yunque ACME que me aplastó la vida. 

Había hablado con mi papá la noche anterior. Me dijo que había ido a la casa donde vivíamos antes (la quería arreglar para vender) con un cerrajero que le había súper recomendado un amigo de la familia.

Dijo que regresarían en la mañana, así que le pedí que tuviera cuidado y que me llamara cuando terminaran.

Desde entonces, no dejo que nadie entre a mi casa para arreglar nada si estoy sola. No importa que tan "súper recomendados" sean. 

Mi tía me dijo que el cerrajero, junto con un ayudante inesperado, le robaron y le quitaron la vida a mi papá.

Me reservo los detalles perturbadores, porque este no es ese tipo de relato. 

Mi papá murió en su casa. En la casa donde crecí. La casa que había comprado más de 20 años antes cuando era un contador recién casado ganando 300 palos al mes. La casa donde se convirtió en papá de dos. 

Todo esto pasó antes de las 9:00 de la mañana de ese domingo 3 de agosto de 2008, mientras los vecinos desayunaban.

Solo puedo describir la experiencia de recibir esta noticia como un shock puro, crudo y devastador. El hecho de que mi papá ya no estuviera vivo no se registraba en mi mente.

Entender que no lo volvería a ver, que no escucharía su voz o que no lo tendría en mi vida, se sentía surrealista, por decir lo menos. 

Y yo no estaba allí. No estaba tan lejos como Roma, pero te prometo que ese vuelo de cinco horas se sintió eterno. 

EL DUELO 

Mi roomate me escuchó caer al piso, así que salió de su habitación y me encontró en la sala llorando por teléfono. Aunque nos habíamos hecho algo cercanas, supo mantener su distancia. Me permitió ser y sentir sin abrumarme con preguntas y comentarios irrelevantes como: “No llores”, “Todo va a estar bien”, “Esto también va a pasar”. 

Lo aprecié profundamente.

Mirando hacia atrás, estaba en el lugar perfecto, con la persona perfecta pasando por la situación más imperfecta y dolorosa que podría imaginar.

Dudo de mi capacidad para haber manejado tantas emociones, viniendo de tantos lugares y de tanta gente, si hubiera estado en Panamá.

Mi entrada al limbo entre el duelo y la gratitud comenzó ahí, con ella.

AMIGOS QUE SON FAMILIA

Puedo decir, sin duda, que la muerte de mi papá estableció el reconocimiento implícito de los amigos que son amigos y de los amigos que son familia. 

El apoyo emocional y la contención que recibí de mi círculo cero fue alucinante. 

Agradecida nivel 100 por tenerlos ahí. 

LO PEOR QUE PODRÍA PASAR

¿Sabes cómo muchos de nosotros tenemos ese pensamiento catastrófico que aunque a veces ronda por tu cabeza esperas que jamás pase?

Bueno, lo peor que le pasó a mi papá, era mi: “lo peor que me podría pasar”.

Mi papá era mi lugar seguro.

En mi mente, nadie me amaba más, nadie me aceptaba más, nadie me dejaba ser más yo, nadie estaba más orgulloso de mí, nadie querría más a mis hijos (que aún no tenía), nadie me protegería más, nadie jamás se preocuparía tanto por mí y por lo que pasaba en mi vida, que él. 

No era perfecto (¿y quién lo es realmente?), pero era mi fan número uno y yo era la suya.

Y ya no estaba. 

LA GRATITUD

Yo no era la que iba a hablar en la iglesia. Y de repente tuve que caminar hasta el altar para dirigirme a un mar de gente.

No sé que dije antes o después de ese discurso. Lo único que recuerdo haber dicho es: “Doy gracias a Dios por prestármelo [a mi papá] durante 23 años…”

Mira, yo no sé de dónde salió eso. 

Quiero pensar que fue el Orden Divino que me encendió el switch de ‘modo supervivencia’ y me puso los lentes del realismo positivo para ayudarme a enfrentar una realidad donde mi papá ya no existía.

Independientemente de la religión, la fé o las creencias espirituales de cada quien, me atrevo a decir que de alguna forma, la mentalidad de gratitud me salvó la vida.

Me ayudó a seguir sin rabia, amargura ni cinismo. Me ayudó a sobrevivir la muerte de mi papá con esperanza, aceptación y calma.

Y aunque el dolor jamás se ha ido, esa sensación de gratitud me permitió encontrar la perspectiva que necesitaba para seguir adelante.

Me recordó lo #bendecidasyafortunadas (🙃) que fuimos por tener un papá lo suficientemente cauteloso y considerado como para tener sus cosas en orden y asegurarse de que no quedaríamos en la calle si algo le pasaba. 

Un papá que creía que la herencia más valiosa era la educación.
Uno que se aseguró de que aprendiéramos inglés desde pre-kinder y que me enseñó a depender de mí primero.

Un padre que me amó incondicionalmente y que trató de enseñarme el valor del dinero y la libertad financiera. 

Mi mentalidad durante ese periodo se basaba en la comparación. En el: "esto podría ser peor".

Era lo único que me permitía aceptar las condiciones del momento.

Sin embargo, no se trata de aceptar la adversidad pensando que todo podría ser peor, porque ¿sabes qué? También podría ser mejor.

Es demasiado fácil obsesionarse con lo que está mal y encontrar lo negativo en cada situación. 

Pero ser capaz de reconocer lo bueno que sí tienes en tu vida, o valorar lo sí que va bien (en medio del caos), y hacerlo de manera constante, tiene el potencial de cambiar la manera en la que experimentas tu vida.

Y eso es lo que considero una mentalidad de gratitud.

3 ACCIONES QUE LE SUBEN A LA GRATITUD

Hace unos años leí esto en los Yoga Sutras de Patanjali: “Cuando cambias tu mentalidad, lo cambias todo”.

No te prometo que estas 3 acciones cambiarán todo.

Lo que puedo decirte por experiencia propia, es que tienen el potencial de ayudarte a aumentar el feeling de gratitud en tu vida:

1) Comenzar y terminar el día escribiendo algo por lo que estás agradecida. 

Desde encontrar tu proteína plant-based en polvo (que generalmente está agotada), hasta tu salud, tu perro, tus gatos, la persona en tu equipo que te hizo la segunda, o el cafecito de esta mañana que te dejó hecho tu pareja antes de que te despertaras.

2) Reconocer cuando CASI metes la pata, y te salvaste.

Desde la iluminación Divina que evitó que chocaras el carro estacionado que no viste, hasta sentir que te regresó la vida después de darte cuenta de que casi le envías ese mensaje de WhatsApp a la persona (o al grupo) equivocada.

3) Recordar lo épico en tu vida, e imaginarla sin ello. Desde el momento en el que conociste a tu pareja, hasta el nacimiento de tus hijos, la adopción de tu gati o perrhija, ese viaje que te cambió el rumbo, conseguir el trabajo de tus sueños, entre TANTAS otras cosas.

Nada era inevitable. Estas cosas pasaron para ti y bien pudieron haberte esquivado. 

Recordar lo extraordinario que es tener a estas personas (y mascotas) en tu vida y haber vivido estas experiencias te pone las cosas en perspectiva

¿Te imaginas la vida sin ellos? (Yo tampoco).

Y para cerrar, un friendly reminder:

LA GRATITUD NO NECESITA SER ABSOLUTA.

Sentir gratitud no descarta sentir frustración, tristeza, molestia, decepción, o mucho más; Puede coexistir con estos sentimientos fuertes y, a veces, abrumadores.

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